En los últimos años han tenido lugar reivindicaciones históricas en políticas migratorias y de extranjería, como la oposición a la existencia de los CIE y el modelo de control de fronteras y de asilo, así como la lucha contra el racismo institucional y la criminalización de la inmigración, han adquirido más legitimación social. Esto ha permitido situar la libre circulación de personas como pilar fundamental del respeto a los derechos humanos, inherente a la condición de persona. Sin embargo, esto no es suficiente, todavía falta conseguir la inclusión y la igualdad plena. Los discursos asistencialistas y paternalistas aún no están superados, segregan a la población extranjera y la reducen a ser objeto pasivo.
Actualmente, el derecho a voto está ligado a la condición de ciudadanía, y esta condición está ligada a la nacionalidad. Hay una limitación excluyente en el reconocimiento de los derechos de las personas que contradice el principio jurídico fundamental de igualdad ante la ley. Las consecuencias de esta falta de igualdad son la discriminación en función de la nacionalidad, a menudo ligada a otras formas de discriminación y racismo, por religión, cultura y rasgos étnicos, entre otros. Tenemos que abrir el camino para desvincular los derechos de ciudadanía de la nacionalidad, y hacer de la ciudadanía, un concepto más amplio, ligado a la residencia y en la condición de ser persona.